viernes, 13 de noviembre de 2009

LA TRASCENDENCIA DE UN NOMBRE

P.Luís Joaquín Gómez Jaubert. 13 de noviembre.

No deja de ser una pena que muchos bautizados no puedan celebrar su onomástica, tradicional y cristianamente más importante que el cumpleaños, por no haber recibido el nombre de un santo, aunque fuera unido a otro no incluido en el calendario católico que, por cierto, nos recuerda las celebraciones el 3 de enero del santísimo Nombre de Jesús y el 12 de septiembre del Santo Nombre de María. El olvidado canon 855 del CIC nos dice con respecto al niño que va a recibir las aguas bautismales: “Procuren los padres, los padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano”. Y es que el nombre también tiene un sentido religioso.

En las Sagradas Escrituras, el nombre representaba más que el simple hecho de una inscripción o el gusto o capricho de quién lo imponía. En Adán poner el nombre a los animales suponía el conocimiento de la esencia de los mismos y el dominio sobre ellos. En un nivel distinto y superior, en relación a los seres espirituales se pensaba como en una identificación entre el nombre y el propio ser hasta el extremo, en el Antiguo Testamento, de sentir temor de pronunciar el de Dios al que se sustituía por el nombre de alguno de sus atributos. El segundo mandamiento es claro: “no tomar el nombre de Dios en vano”. Jesús en la oración del padrenuestro nos enseña a rezar “santificado sea tu nombre”.

La discusión sobre el nombre a imponer al Bautista demuestra la importancia de llamarse de una forma o de otra: “Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: No; se ha de llamar Juan. Le decían: No hay nadie entre tu parentela que tenga ese nombre. Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. El pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre” (Lc. 1, 57-66). Posteriormente, un ángel fue claro con José sobre el que habría de imponérsele al Verbo Encarnado: “Le pondrás el nombre de Jesús, porque Él va a salvar a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). También, el nombre tenía que ver con la misión que el personaje debía de desarrollar razón por la cual algunos cambiaron el suyo verbigracia los conocidos casos de Abram en Abraham o Simón en Pedro.

Nuestro Señor propone la fuerza de su nombre por suponer la invocación a su persona: "En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se curarán" (Mc 16, 17). Los Apóstoles ponen en pié a los cojos (Ac 3, 6; 9, 34) y dan vida a los muertos (Ac 9, 40), teniendo Fe en las palabras de Jesús "lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá" (Jn 16, 23). Esas rodillas que muchos, sin impedimento alguno, no genuflexionan en la presencia del mismo Cristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad, tendrían que hacerlo pues hasta "al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra..." (Fil. 2, 10). Por el contrario, el ser fiel al nombre de Jesús traería dificultades a sus seguidores; “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt. 10,22) o una suerte de falsificaciones: “Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy el Cristo", y engañarán a muchos” (Mt. 24,5).

No vamos a repasar el significado de los nombres de arcángeles, santos, etc. Pero creo que sería muy bueno que, antes de registrar el de cualquier recién nacido, los católicos pensáramos más en la comunión con los santos y en su intercesión pues no dejan de ser invocados cuando son pronunciados y celebrados por aquéllos que, en su honor, firman con su mismo nombre.