viernes, 29 de agosto de 2008

Ante la muerte, qué preferiría

Joaquín Jaubert. 29 de agosto.

Durante cinco años desarrollé parte de mi labor pastoral en un hospital de grandes dimensiones. Fueron miles los enfermos, accidentados y ancianos que tuve la oportunidad de tratar, fundamentalmente, en el ámbito de lo espiritual. Jamás me hallé frente a un hospitalizado que se negara a escucharme y, siempre, con atención. Los únicos obstáculos, en contadas ocasiones, fueron interpuestos por familiares que, sea dicho de paso, sorteé aprovechando la ausencia de los mismos para alegría de los propios enfermos, algunos de los cuales ya eran conscientes del término de su vida en este mundo. No recuerdo ninguno que no quedara en paz tras dialogar sobre la verdad católica de la vida eterna y, en la mayoría de los casos recibir los sacramentos. Incluso, recuerdo algunas conversiones de una mormona, un musulmán, un hindú, algún testigo de Jehová y, por supuesto, de muchos bautizados alejados por años de la vivencia de la Fe católica.

Cuando, en estos días pasados, meditaba sobre todo lo dicho en los medios de comunicación social sobre el reciente accidente aéreo no dejaba de preguntarme si, a los ojos observantes del pueblo estupefacto, la misión de la Iglesia y, en especial, de los sacerdotes quedaría reducida a la celebración de los funerales, por otra parte protestados por algún pequeño grupo religioso que desea más cuota de audiencia. El trabajo loable y admirable de todos los que intervinieron en la ayuda de heridos y familiares de éstos y de los correspondientes a los accidentados difuntos ha sido reconocido por toda la sociedad. Especialmente, me he fijado en la importancia dada a los psicólogos que, sin duda, la tienen. Supongo que cerca habría un buen número de clero pero no recibí información sobre la actuación del mismo. En cualquier caso, pensaba como recordé en el primer párrafo de este artículo, mi experiencia en el hospital y lo que, en gran número, deseaban escuchar los que atravesaban un doloroso trance.

Como resulta que lo que aquellos que atendí meditaron en lo que a mí me gustaría que me dijeran en situaciones o estados similares a los expuestos, resumo que todo queda inmerso en lo que el catecismo católico presenta como los novísimos. Incluso, recuerdo lo que les gustaba, y agradecían que les leyera, los textos del citado catecismo lógicamente en la versión resumida o en los que ellos, si pasaban de cierta edad, habían aprendido de pequeños en el Astete o en el Ripalda.

Desgranábamos los artículos de fe sobre el sentido de la muerte cristiana, la misericordiosa justicia de Dios,  sobre el juicio particular, el cielo, el regalo del purgatorio, el infierno a evitar con facilidad porque deseamos morir en gracia y amistad de Dios, la resurrección de la carne, el juicio final, los tres estados de la Iglesia con la trascendencia de comprender la comunión con los santos y los difuntos y la importancia de la oración para manifestar ese amor de la única familia de Dios. La esperanza, virtud teologal, aparecía reflejada en los rostros de muchos que empezaban a aceptar la vida eterna como una realidad, algunas veces olvidada en medio de la vorágine de nuestro modo de vivir estresante. Ciertamente, aún con muy buena voluntad, sin la Fe no podemos dar respuestas a demasiadas preguntas que nos hacemos ante el misterio de la muerte. Dejemos que los que así lo desean puedan dialogar sobre lo que a ella concierne y que no se reduzca su meditación sólo al breve rito de las exequias, en las que unos ya no están, pues para ellos se celebran, y otros no están en condiciones por razones comprensibles.

Fuente: Diario ya

http://www.diarioya.es/content/ante-la-muerte-qu%C3%A9-preferir%C3%ADa

viernes, 22 de agosto de 2008

La olvidada o despreciada deontología profesional

Joaquín Jaubert, 22 de agosto.

Difícilmente puede existir un mínimo de principios morales o éticos en el desarrollo de cualquier profesión si no hay amor al trabajo. La doctrina católica siempre ha entendido el trabajo como un deber, incluso, en las Sagradas Escrituras, San Pablo afirmaba “si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”. También, es un modo de santificación en el uso de los talentos recibidos. Trabajar en la mentalidad de las personas de no hace tantos años era un honor, además de una necesidad. A nadie le gustaba presentarse como un parado permanente ni como un dependiente de la asistencia social. Lo cierto es que, como en casi todos los ámbitos, el modo de contemplar el actuar del hombre ha variado y, en un amplio espectro social, el evitar trabajar, siempre o temporalmente, con distintas artimañas se ha convertido en una tolerada actitud por parte de la sociedad en general. Considero, en coherencia con lo hasta aquí descrito, que poco podemos valorar positivamente la evolución de la deontología profesional con estas premisas.

Nunca llegué a estudiar deontología, jurídica en mi caso, en la universidad. Creo que, como asignatura, fue desapareciendo paulatinamente de las materias a impartir en las aulas para después hacerlo, también, en el ejercicio de las profesiones por muchos de los que debidos estaban a prestarle atención. La expresión deontología profesional,  como conjunto de reglas o normas muchas veces recogidas en un código, que vinculan a los miembros de un colectivo profesional en orden al cumplimiento de unos deberes exigibles en el desarrollo de la actividad que le es propia, sufre el mismo deterioro que cualquier otra expresión o realidad que tenga relación con la moral o la ética, bien porque desaparece bien porque su definición es torticeramente variada para permitir actuaciones inmorales que no queden tipificadas en ningún código deontológico.

Recuperar, como en algunas carreras en determinadas universidades, la asignatura para ayudar a los alumnos a descubrir los aspectos éticos y los valores en juego de su futura profesión no es tarea fácil si tenemos en cuenta la posibilidad de la sustitución de sus contenidos tradicionales y enraizados en su nacimiento como sucede, salvando las distancias, con la educación para la ciudadanía al tener en cuenta los contravalores dominantes en la sociedad actual.

En cualquier caso, quería simplemente preguntarme que códigos deontológicos están en uso cuando, con la anuencia social, hay médicos que matan (aborto, eutanasia) olvidando el Juramento Hipocrático; historiadores que mienten, con la única finalidad de desautorizar a sus enemigos ideológicos; abogados que aconsejan denuncias falsas, por ejemplo en materia de maltratos, que algunas veces terminan con el encarcelamiento de un inocente o con su ruina económica y social; periodistas, sin amor a la verdad, en la búsqueda de titulares diarios; profesores que poco les importa el futuro de sus alumnos; comerciantes que, en un uso abusivo de sus posibilidades de manipular los precios, no se preocupan de las dificultades de sus clientes; jueces prevaricadores y un largo etcétera. No entro en el campo de la política porque en él se unen todos y cada uno de los desprecios a la suma de todos los códigos deontológicos. Por otra parte, no hay freno en destrozar vidas ajenas, familias enteras si ello favorece un futuro profesional hundiendo el del compañero que se tiene por “competidor”.

En todas las épocas ha habido indignos e inmorales profesionales. El problema de la nuestra es el casi reconocimiento social de formas y fondos que antes eran rechazados por el conjunto de la sociedad. En todo este fenómeno, tiene que ver mucho la actitud de aquellos políticos, que por ser dirigentes en la administración pública deberían dar ejemplo, y la de los legisladores que dan cabida a las inmoralidades amparándolas en leyes. Y no me refiero sólo a los continuos casos de corrupción que se van descubriendo a diario sino al hecho cierto de su poco servicio a los contribuyentes que los mantienen por obligación. Interesados, en un buen número, en una vida muelle y en unos sueldos inmerecidos siempre en subida, aportan a la ciudadanía una disculpa y un argumento para imitarlos.

Fuente: Diarioya

http://www.diarioya.es/content/la-olvidada-o-despreciada-deontolog%C3%ADa-profesional

sábado, 16 de agosto de 2008

Muchas bodas, pocos matrimonios

Joaquín Jaubert, 16 de agosto.

Aprovecho una frase, muy descriptiva, que le escuché al Vicario Judicial de mi diócesis como título de este artículo. El verano es tiempo de celebraciones festivas entre las que destacan las bodas, algunas de ellas vacías de contenido y que, por tanto, no inician un verdadero matrimonio. Durante el rito matrimonial, el sacerdote más de una vez reflexionará sobre la distancia abismal entre las palabras que se proclaman y los contravalores de una sociedad a la deriva. A pesar de esta realidad, ciertamente todos los que nos dedicamos a la tarea eclesial encomendada a los tribunales no dejamos de asombrarnos, día a día, de la multiplicación del número, en los últimos años, de demandas de nulidad matrimonial que se presentan ante los mismos.Muchos pueden pensar que este fenómeno es un simple eco del a su vez número elevadísimo de divorcios que se sentencian en nuestra nación, en algunas regiones superior al correspondiente a los matrimonios. No es esa la explicación verdadera porque siendo dos figuras distintas, en todos los órdenes, sólo coinciden en la constatación de los fracasos de la unión matrimonial. El divorcio es en sí mismo un mal social, promovido por la legislación actual, que genera una mentalidad rupturista, que también se propicia en otros tipos de convivencia social, y que, consecuentemente, favorece el capricho, evitando la asunción responsable de un compromiso en los contrayentes en orden a tan importante institución cual es el matrimonio. Mentalidad que sí afecta, por otra parte, a algunos de los capítulos que más abundan en las causas de nulidad, entre ellos, sirva de ejemplo, el de la exclusión de la indisolubilidad.

La banalidad, tan de moda en los comentarios mediáticos, trasladada al pensamiento de la generalidad de los ciudadanos lleva a considerar a muchos de ellos que la Iglesia sigue un camino paralelo a las legislaciones destructoras del matrimonio y de la familia en lo civil. Nada más lejos de la realidad que no es otra que los efectos producidos por una sociedad sin valores ni principios respetuosos con el orden natural de las cosas, alejada de las fundamentales formas de la visión cristiana, que mal educa ya a todas las generaciones que viven en ella en un egocentrismo extremo que incapacita para asumir y cumplir las obligaciones mínimas de un matrimonio, en una superficialidad e inmadurez que impide gravemente discernir el consentimiento, en la mentira y el engaño, en un pansexualismo que no deja espacio para una íntegra complementariedad en la pareja, en la infidelidad en todos los campos sociales  donde la palabra dada no tiene valor alguno y que, por supuesto, incluye la pronunciada en la Iglesia ante Dios.

Por lo antes afirmado, hemos de ser claros, por caridad cristiana, en la denuncia de una situación fomentada desde unos poderes que no piensan sino en la demagogia del pan y circo, sin pararse a meditar en el sufrimiento que infligen a todos los que padecen realidades que antes no se daban en tan alto porcentaje por la sencilla razón de que los valores reinantes antaño eran muy distintos en tanto en cuanto ayudaban a salir de uno mismo, lo que recomiendan tanto los buenos psicólogos, para pensar más en los demás. ¿Cuántos matrimonios se salvaron, después de algunas crisis, y fueron más o menos felices gracias a una mentalidad que miraba más allá del ego de cada uno de los esposos? No es feliz la sociedad contemporánea, no son felices los jóvenes, no son felices los niños en tratamiento psicológico por el divorcio de sus padres o por la nulidad de un vínculo que, por tanto, nunca existió… ¿lo son los gobernantes y los legisladores con sus divorcios Express y demás medidas tendentes no a salvar cabezas sino a cortarlas, conducentes al desprestigio de una institución natural que está por encima de ellos?

En definitiva, para no mezclar figuras jurídicas diversas, sólo quiero plantear que no es la Iglesia quien promueve las nulidades, como eco necesario de los divorcios que sólo son un capítulo más de todos los contravalores dominantes, sino que es el contexto social en su totalidad, por los citados contravalores, el que la ha conducido a encontrarse que los fieles que solicitan el matrimonio canónico se mueven y desarrollan, desgraciadamente, en un medio que al no ser católico tampoco entiende en absoluto la institución matrimonial en su compleja realidad y,… sin embargo… sino aparece un manifiesto impedimento, hay que casarlos y encomendarlos a Dios a la espera de que la Providencia nos ayude a descubrir las pastorales contracorriente que vayan desmintiendo el título del artículo. Una sociedad con otra mentalidad y con valores haría disminuir el número de nulidades vertiginosamente.

Fuente:

http://www.diarioya.es/content/muchas-bodas-pocos-matrimonios