Joaquín Jaubert, 16 de agosto.
Aprovecho una frase, muy descriptiva, que le escuché al Vicario Judicial de mi diócesis como título de este artículo. El verano es tiempo de celebraciones festivas entre las que destacan las bodas, algunas de ellas vacías de contenido y que, por tanto, no inician un verdadero matrimonio. Durante el rito matrimonial, el sacerdote más de una vez reflexionará sobre la distancia abismal entre las palabras que se proclaman y los contravalores de una sociedad a la deriva. A pesar de esta realidad, ciertamente todos los que nos dedicamos a la tarea eclesial encomendada a los tribunales no dejamos de asombrarnos, día a día, de la multiplicación del número, en los últimos años, de demandas de nulidad matrimonial que se presentan ante los mismos.Muchos pueden pensar que este fenómeno es un simple eco del a su vez número elevadísimo de divorcios que se sentencian en nuestra nación, en algunas regiones superior al correspondiente a los matrimonios. No es esa la explicación verdadera porque siendo dos figuras distintas, en todos los órdenes, sólo coinciden en la constatación de los fracasos de la unión matrimonial. El divorcio es en sí mismo un mal social, promovido por la legislación actual, que genera una mentalidad rupturista, que también se propicia en otros tipos de convivencia social, y que, consecuentemente, favorece el capricho, evitando la asunción responsable de un compromiso en los contrayentes en orden a tan importante institución cual es el matrimonio. Mentalidad que sí afecta, por otra parte, a algunos de los capítulos que más abundan en las causas de nulidad, entre ellos, sirva de ejemplo, el de la exclusión de la indisolubilidad.
La banalidad, tan de moda en los comentarios mediáticos, trasladada al pensamiento de la generalidad de los ciudadanos lleva a considerar a muchos de ellos que la Iglesia sigue un camino paralelo a las legislaciones destructoras del matrimonio y de la familia en lo civil. Nada más lejos de la realidad que no es otra que los efectos producidos por una sociedad sin valores ni principios respetuosos con el orden natural de las cosas, alejada de las fundamentales formas de la visión cristiana, que mal educa ya a todas las generaciones que viven en ella en un egocentrismo extremo que incapacita para asumir y cumplir las obligaciones mínimas de un matrimonio, en una superficialidad e inmadurez que impide gravemente discernir el consentimiento, en la mentira y el engaño, en un pansexualismo que no deja espacio para una íntegra complementariedad en la pareja, en la infidelidad en todos los campos sociales donde la palabra dada no tiene valor alguno y que, por supuesto, incluye la pronunciada en la Iglesia ante Dios.
Por lo antes afirmado, hemos de ser claros, por caridad cristiana, en la denuncia de una situación fomentada desde unos poderes que no piensan sino en la demagogia del pan y circo, sin pararse a meditar en el sufrimiento que infligen a todos los que padecen realidades que antes no se daban en tan alto porcentaje por la sencilla razón de que los valores reinantes antaño eran muy distintos en tanto en cuanto ayudaban a salir de uno mismo, lo que recomiendan tanto los buenos psicólogos, para pensar más en los demás. ¿Cuántos matrimonios se salvaron, después de algunas crisis, y fueron más o menos felices gracias a una mentalidad que miraba más allá del ego de cada uno de los esposos? No es feliz la sociedad contemporánea, no son felices los jóvenes, no son felices los niños en tratamiento psicológico por el divorcio de sus padres o por la nulidad de un vínculo que, por tanto, nunca existió… ¿lo son los gobernantes y los legisladores con sus divorcios Express y demás medidas tendentes no a salvar cabezas sino a cortarlas, conducentes al desprestigio de una institución natural que está por encima de ellos?
En definitiva, para no mezclar figuras jurídicas diversas, sólo quiero plantear que no es la Iglesia quien promueve las nulidades, como eco necesario de los divorcios que sólo son un capítulo más de todos los contravalores dominantes, sino que es el contexto social en su totalidad, por los citados contravalores, el que la ha conducido a encontrarse que los fieles que solicitan el matrimonio canónico se mueven y desarrollan, desgraciadamente, en un medio que al no ser católico tampoco entiende en absoluto la institución matrimonial en su compleja realidad y,… sin embargo… sino aparece un manifiesto impedimento, hay que casarlos y encomendarlos a Dios a la espera de que la Providencia nos ayude a descubrir las pastorales contracorriente que vayan desmintiendo el título del artículo. Una sociedad con otra mentalidad y con valores haría disminuir el número de nulidades vertiginosamente.
Fuente:
http://www.diarioya.es/content/muchas-bodas-pocos-matrimonios